Se cumple ahora un año desde que el COVID-19 cambió por completo nuestras vidas. A la llegada del virus y primeros estragos le siguieron una serie de medidas para poder limitar su expansión, y que todavía siguen (en mayor o menor grado) en vigor.

Hace mucho tiempo que no nos topábamos con una pandemia de este tipo, con un virus que se expande rápidamente e incluso sin contacto físico o estrecho; al menos en las sociedades privilegiadas en las que tenemos la suerte de vivir. La adaptación a las nuevas circunstancias no ha sido fácil, y, por supuesto, algunas personas lo tienen mucho más complicado que otras. Yo me cuento entre las que tienen mucha suerte. Espacio para vivir, un trabajo que he podido continuar en buenas condiciones desde mi casa, compañía constante de mi pareja…

Claro que he renunciado a salir, a ir a bares, restaurantes, peluquerías (todo aún cerrado allí donde vivo), a ver a amigos e, incluso, familia (en otro país). Doy gracias por internet y la telefonía, que me permiten salvaguardar mi salud, mi contacto con seres queridos e, incluso, mi trabajo. Y al mismo tiempo soy muy consciente (aunque quizás no pueda darme cuenta del todo) de cómo esta situación ha podido afectar a otras personas.

En mi trabajo (soy economista), tiene una gran importancia el impacto sobre el empleo, la actividad y los ingresos y riqueza de las familias; un impacto, además, diferente según el tipo de trabajo que se ejerza (y mucho más fuerte sobre las personas que menos ganan y menos tienen). Pero hay muchos más elementos que pueden causar diferencias. Uno de ellos es el género: ¿afecta esta situación más a las mujeres que a los hombres?

La respuesta corta parece ser que sí. Esta situación afecta más a las mujeres.

Por suerte, vivimos en un mundo en el que, en varios aspectos (¡no todos! Ni en todos los países) tenemos datos segregados por género (y por muchas otras variables). Algo fundamental, como ya lo indica Caroline Criado Perez, para poder conocer si hay diferencias entre el impacto medio y el que sufren ciertas categorías de individuos o de familias (y para una economista, contar con datos es algo fundamental –y maravilloso).

¿Qué nos dicen estos datos? Pues varias cosas interesantes. Que los sectores que emplean a mujeres son de los más afectados por la crisis. Que son la mayoría de los trabajadores que están en primera línea. Que el riesgo de que puedan sufrir violencia de género ha aumentado. En Japón, aunque aún no se conoce bien la razón, el número de suicidios de mujeres ha crecido con fuerza desde el año pasado.

En gran medida, las mujeres han sido también las más impactadas por los cierres de guarderías y escuelas. No creo que nadie se sorprenda por los datos que muestran que las mujeres son las que más tiempo dedican a la casa y al cuidado de los hijos. Esto no cambió durante el confinamiento del año pasado, según un análisis del Observatorio social de La Caixa. Aunque en España las escuelas volvieron a abrir tras el verano, las familias siguen a la merced de las cuarentenas o cierres por detección de casos de COVID-19 en las aulas. Datos y estudios de Estados Unidos indican que las madres son las más expuestas a la falta de opciones para el cuidado de los hijos: reducen sus horas de trabajo (o dimiten), incluso cuando están trabajando desde casa, para poder ocuparse de los niños.

La combinación de normas sociales y la infraestructura del cuidado condicionan la participación de la mujer en el ecosistema del trabajo

No es nada nuevo. De hecho, la combinación de normas sociales (lo que se espera de la mujer –ya sea hija o madre) y la infraestructura de cuidados (guarderías, escuelas, disponibilidad de cuidadores) siguen condicionando las posibilidades que tienen las mujeres de ejercer un trabajo remunerado, y todo lo que ello conlleva en cuanto a su independencia económica, capacidad de desarrollo personal, e incluso la calidad de vida en la vejez (no olvidemos que las pensiones están relacionadas con lo que se ha cotizado). Por desgracia, parece que esta tendencia se ha acentuado, incluso, durante el último año, y lo más probable es que continúe tras el final (esperemos que próximo) de la pandemia y del confinamiento.

¿De qué normas sociales hablamos?

De aquellas que esperan que las mujeres, por virtud de su género, quieran y deban ser las que cuiden a los familiares que no pueden valerse por sí mismos, ya sean niños, ancianos u otros dependientes, y que sean ellas las que se ocupen de la casa. Esto último también se justifica muy a menudo porque “las mujeres se fijan más en el orden y la limpieza” –otra afirmación que se refugia más en normas sociales que en la realidad.

Recuerdo muy bien al compañero (joven!) de trabajo que justificaba que las madres fueran las que pasaran a trabajar a tiempo parcial porque ellas sentían más la necesidad de estar con los hijos que los padres; recuerdo también a aquel otro que alargaba sus jornadas para evitar estar en casa a la hora de bañar a los niños… Y recuerdo muchas veces el consejo que han dado tantas mujeres que han llegado a altos cargos sobre el factor que más ha pesado en su carrera: la elección de una pareja que comparta las cargas familiares y domésticas y les apoye en lo profesional.

Lo positivo, claro está, es que, poco a poco, las cosas van cambiando. Aunque los últimos datos son de 2009-2010, la Encuesta de Empleo del Tiempo del INE indica que, en siete años, el tiempo que los hombres dedicaban al hogar y familia aumentó, aunque seguía siendo menos de la mitad que el dedicado por las mujeres, que disminuyó un poco.

La situación de confinamiento también ha traído más tiempo de convivencia de los niños con sus padres.

Se piensa también que, quizás, el confinamiento haya dado más oportunidades a muchos padres de pasar más tiempo con sus hijos, y que ambos hayan apreciado este tiempo adicional. ¿Es posible que esto permita un mayor equilibrio entre responsabilidades familiares, domésticas y financieras? Quizás. Y eso sería, seguramente, muy bueno. Tras una pandemia que va a marcar la salud, sociedad y economía de gran parte del mundo, esto, al menos, sería algo muy bueno.

Autora asombrosa: Maite de Sola Perea